EMEEQUIS.– México será una de las palabras clave para la reelección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Hablar una y otra vez de México, con lo que esto implica ––inmigrantes, narcotráfico, muro en la frontera–– es, en este momento, el único activo para un Trump que, en cuatro años de gobierno, no ha cumplido sus promesas de campaña, salvo una: reducir el número de inmigrantes indocumentados que ingresan a su país. Este éxito, se lo debe al gobierno de López Obrador.
Cualquiera que conozca la ruta migrante sabe lo que ocurre en la frontera sur de México: grupos criminales que se reparten, y a veces disputan, los diferentes tramos del camino para controlar el tráfico humano. La línea que separa a estos grupos y a la autoridad es casi invisible; lo era hace diez años y lo sigue siendo ahora. Y a pesar de ello, los migrantes que salen de Guatemala, Honduras o El Salvador para llegar “al norte”, eligen cruzar un territorio donde son violentados sexualmente, secuestrados o asesinados, para no seguir viviendo en sus países. ¿Qué tiene que estar pasando ahí para que esto ocurra?
Nadie se hizo esta pregunta el 7 de junio de 2019, cuando, tras meses de jaloneo entre México y Estados Unidos por el aumento de migrantes centroamericanos, los dos países firmaron un acuerdo para trabajar juntos “en la gestión de la migración irregular” [1]. Aunque el MPP –por sus siglas en inglés, también conocido como “Quédate en México”– fue muy celebrado, para llegar ahí hubo que pasar por la política del absurdo que ha caracterizado la relación de México con Trump.
La amenaza de imposición de aranceles a los productos mexicanos si el gobierno no frenaba el flujo migratorio –lanzada, por cierto, no a través del secretario de Comercio estadounidense, sino de la red social favorita de Trump–, hizo que México reaccionara de inmediato; en un abrir y cerrar de Twitter, el canciller Marcelo Ebrard se encontraba en Estados Unidos para negociar. Tras la visita de Ebrard a Washington, el enfoque de gestión de la migración planteado por López Obrador en su plan de gobierno, se convirtió en uno de control y contención.
Con la firma del MPP, México acordó incrementar sus controles migratorios; aceptó la expansión de los protocolos para atender a migrantes a lo largo de la frontera, y prometió desmantelar las redes de tráfico de migrantes. Estados Unidos se comprometió a agilizar la resolución de casos de asilo de los migrantes no mexicanos que quedarían varados en México, y a invertir en el desarrollo económico de los países centroamericanos. La implementación del ambicioso programa dependería de reglamentos, ajustes de protocolo, pero sobre todo, de la capacidad del gobierno mexicano para recibir de manera segura a quienes llegan a su territorio.
Durante los primeros 90 días posteriores a la firma del acuerdo, la demanda de Trump, reducir el ingreso de inmigrantes a Estados Unidos, se cumplió [2]. México envió 25 mil elementos de la Guardia Nacional a la frontera sur; detuvo a 81 mil migrantes, repatrió a 62 mil, y recibió a casi 40 mil retornados por Estados Unidos al territorio mexicano. La cifra fue cuatro veces mayor que la registrada entre enero y junio de 2019.
En la frontera norte, a medida que subió el número de personas retornadas al territorio mexicano, se dibujaron asentamientos irregulares, campamentos y albergues improvisados, en espacios que a veces no tienen acceso a un sanitario o a agua potable, y que suelen ser controlados por grupos criminales. Al menos durante el primer año, la realidad ha evidenciado que el gobierno de México no cuenta ni con la infraestructura, ni con la fuerza política, para cumplir su parte del acuerdo.
LA CARTA DE TRUMP: INMIGRACIÓN
Esta información no llega a Estados Unidos, y si llega, no importa. Durante sus cuatro años de gobierno Donald Trump trató de implementar las propuestas de su campaña de 2016, aunque la mayor parte de ellas no tenían manera de ejecutarse. Las promesas de echar para atrás Obamacare, deportar “millones” de inmigrantes, y construir un muro a lo largo de toda la frontera, fueron detenidas por el Congreso, que no aprobó el nuevo plan de salud ni el presupuesto solicitado para contratar más agentes de inmigración, o para el muro. Su plan de cancelar DACA fue revertido por la Suprema Corte. Sus logros en materia económica se evaporaron tras su mal manejo de la Covid-19. Y encima, le explotó en la cara el hartazgo por la violencia racial.
Si la campaña de un candidato a la presidencia se trata de cuestionar al gobierno en turno, la de un presidente que busca la reelección consiste en presentar resultados, y Trump no los tiene. La única carta que puede jugar en este momento es la de la inmigración; vanagloriarse de haber obligado al gobierno mexicano a lidiar con el asunto, y ofrecer que, en los próximos cuatro años, gracias al nuevo acuerdo comercial con México, se recuperarán los cuatro millones de empleos que, asegura [3], se perdieron con el TLCAN.
Tal como lo hizo en 2016, cuando tras conversar con el entonces presidente Peña Nieto, Trump anunció de manera triunfante –y falsa– que había un acuerdo para que México pagara por el muro, la visita de López Obrador a Trump solo alimentará al troll: es pretexto ideal para que el mandatario tuitero retome su discurso xenófobo contra México diciendo lo que se le ocurra, a sabiendas de que sus seguidores no lo cuestionarán.
La complacencia de un presidente de México que ignora la violación de derechos de los mexicanos en Estados Unidos, para convertirse en un accesorio de campaña, no solo daña la de por sí frágil relación binacional, sino que envía una mala señal a un posible presidente Joe Biden, que en junio supera por diez puntos a Trump en las preferencias electorales. Pero sobre todo, refuerza la idea de que el gobierno mexicano está dispuesto a hacer lo que sea para agradar al vecino del norte; aún a costa de sus connacionales, de sus hermanos centroamericanos, y de la justicia social que López Obrador se jacta de proteger.
@eileentruax