La militarización impuesta por López Obrador no consigue frenar el poder del crimen organizado, atomizado en al menos 150 bandas con tentáculos en todo el país
No hay un rincón de México donde el narco no tenga presencia. Como una enfermedad degenerativa, su poder se ha ido extendiendo por cada coordenada y produce cada año más dolor, más víctimas. El crimen organizado a veces se manifiesta de forma violenta y provoca auténticas escenas de guerra; y otras, espera silencioso, sin el ruido de la metralla ni la irrupción de los soldados, a que alguien se atreva a tocar su plaza. Lejos han quedado los años de los todopoderosos cárteles de la droga, que se repartían amplios territorios como pedazos de pastel y pactaban treguas cuando la muerte empañaba al negocio. México ya no son las series de Netflix. Sin la épica de esos tiempos, se mata más que nunca. Y en algunos Estados, ni la presencia del Ejército enviado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, ni las endebles instituciones locales, han sido capaces de frenarlo. Son los agujeros negros de un país con una autoridad al margen del Estado.
En México conviven al menos 150 bandas del crimen organizado, según el último mapa criminal presentado por un grupo de investigadores del prestigioso Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). La mayoría, aliadas o financiadas por las dos más importantes. En menos de dos décadas, los grandes cárteles que se podían contar con los dedos de una mano en 2006, se han multiplicado. No significa que el poder haya disminuido, la capacidad de hacerse con armas propias del Ejército —tanques y fusiles de alto calibre— de matar con la misma saña, desaparecer muertos en fosas, extorsionar, secuestrar y traficar con drogas y personas, se ha mantenido. El negocio sigue en pie y se ha diversificado. Pero las bandas y mafias locales actúan en muchos casos por su cuenta y en otros, como una plataforma de Uber o un McDonald’s: se han convertido en narcofranquicias.
Los dos cárteles que mantienen el mayor poder en todo el territorio, según el mapa del CIDE, son el histórico cartel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. El primero, con más de 40 años de trayectoria sin que su principal líder —Ismael El Mayo Zambada— haya sido jamás detenido, sufrió un duro revés con la encarcelación y condena a cadena perpetua en Estados Unidos de otro cabecilla más visible, Joaquín El Chapo Guzmán. Sus hijos, Los Chapitos, se pelean territorios en el norte y centro del país y siembran el caos con los mismos modos que aprendieron en casa, pero menos diplomáticos, cuentan los analistas de seguridad. La Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) tiene a Sinaloa en la mira desde hace décadas, cuando a algunos de sus líderes se les acusó de asesinar al agente infiltrado Kiki Camarena en 1985, y ahora con la epidemia de muertes por sobredosis de opiáceos que se ha cobrado más 100.000 vidas en su país en solo un año. Pese a todo, el poderoso grupo cuenta con una expansión en 14 de los 32 Estados de la República.
Los de Jalisco Nueva Generación, liderados por otro de los criminales más buscados por la DEA, Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, controlan con un sistema menos jerárquico 23 Estados. Fueron los precursores de las narcofranquicias, permitiendo agregar Nueva Generación al nombre de la banda de cualquier otro Estado. Y así creció a partir de 2015, primero como una escisión de Sinaloa, a la sombra de otros cárteles más conocidos. Mientras las fuerzas de seguridad se centraban en romperles el espinazo a las grandes mafias durante la guerra de Felipe Calderón (2006-2012) contra el narco y que continuó Enrique Peña Nieto hasta 2018, el Cartel Jalisco Nueva Generación, relativamente joven, se iba apoderando, como un reptil, de los nichos que abandonaban sus enemigos. En 2015, tras un operativo fallido para detener a El Mencho, derribaron un helicóptero militar con un lanzacohetes.
Las luchas intestinas entre estos dos grandes cárteles de la droga en algunos Estados y las que protagonizan otras decenas de mafias locales, han provocado masacres, pueblos calcinados y abandonados, fusilamientos a plena luz del día, cadáveres colgados de puentes y decenas más arrojados a las calles. Según las cifras de homicidios de la Secretaría de Gobernación (Interior), este año se ha matado a un ritmo de 112 personas al día (hasta marzo); el año pasado, a 120; y, en plena pandemia, a 118. Y otras cifras, que a menudo no mencionan las instituciones, pero que amplifican el problema, son las de desaparecidos. Desde que tomó el poder López Obrador (en diciembre de 2018) han desaparecido más de 68.000 personas, y desde 2006 se han encontrado a más de 8.200 en fosas comunes. No se cuentan como homicidios, porque ni siquiera en muchos casos se han podido identificar los cuerpos (hay más de 52.000 sin identidad) y conectarlos con una carpeta de investigación.
Los rincones donde el narco ha derrumbado al Estado y lo ha reducido a una mera presencia esporádica después de la batalla son Zacatecas, Baja California, Colima, Quintana Roo, Michoacán, Morelos, Sonora, Chihuahua y Guanajuato. Estos Estados tienen tasas de homicidios por cada 100.000 habitantes que superan o igualan las de los peores años de países tan violentos como Honduras o El Salvador. Zacatecas rompió el año pasado todos los récord, con una tasa de 90,4, según las cifras de Gobernación.
En los últimos meses se han sucedido episodios terroríficos como el de Caborca, un municipio en Sonora baleado por los hijos de El Chapo una madrugada de febrero, mientras los vecinos escondidos en sus casas se preguntaban dónde estaban los militares. En sus cuarteles. Algo similar ocurrió en Colima también en febrero, pero en lugar de una noche, fueron semanas completas de balaceras, se suspendieron clases, se cerraron negocios. Las autoridades locales se declararon incapaces de frenar la sangría.
En Michoacán, además de pueblos enteros tomados por el narco ante la indiferencia de las autoridades, incluso del Ejército, se han multiplicado las masacres. La última, en marzo, 20 personas acribilladas en una fiesta en el municipio de Zinapécuaro. Al norte, Zamora se convirtió este año en la ciudad más violenta del mundo, según un ránking anual de Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. Y unos días antes, pese al enorme despliegue de fuerzas federales para retomar el control de algunos territorios, el fusilamiento de más de una decena de personas —el número nunca se hizo oficial, pues los criminales tuvieron tiempo para limpiar la escena del crimen— en San José de Gracia. Todo el país lo vio a través del vídeo de un vecino.
Zacatecas, que concentra el horror de todo un país con las cifras de homicidios por habitante más altas de su historia, amanece cada semana con una nueva matanza. Policías torturados y colgados de puentes, municipios sin fuerzas de seguridad, hasta 16 cadáveres embolsados en las calles de Fresnillo, siete cuerpos abandonados en un coche frente a la sede de Gobierno estatal, en la capital, cuatro estudiantes universitarios secuestrados, torturados y asesinados. La última encuesta del Instituto Nacional de Estadística arrojó el sentir de sus ciudadanos: nadie se siente a salvo. El 97% dijo que vivir ahí era un riesgo. La violencia sin control: hace solo tres años, la tasa de homicidios era la mitad.
Ante la narcoviolencia desbocada en algunos de estos rincones, el presidente López Obrador ha insistido en que enfrentar los balazos con más balazos no es la solución. Y su Gobierno, alega, está concentrado en fomentar las becas a los jóvenes para evitar que estos acaben poblando las filas del crimen organizado. Una medida a largo plazo que no resuelve la urgencia de las matanzas diarias. Y la seguridad del país sigue siendo, a casi cuatro años de mandato, la gran deuda pendiente.
México, sin embargo, se ha militarizado más que nunca. Además de la presencia habitual del Ejército y la Marina en algunos puntos más conflictivos, se ha sumado el nuevo cuerpo híbrido civil-militar creado por esta Administración, la Guardia Nacional, formada en su mayoría por militares y algunos agentes de policía federal. Este cuerpo cumple con tareas de seguridad pública bajo órdenes militares. Aunque la presencia castrense en esta materia solo se permitió mediante un cambio en la Constitución en 2019 que hizo una excepción por cinco años. Queda pendiente su regularización en una reforma antes de que acabe el periodo, en 2024.
Pese a las promesas de pacificación de López Obrador y su insistente eslogan, “Abrazos y no balazos”, sus fuerzas armadas, incluida la Guardia Nacional, son tan letales como si se tratara de una guerra. La abogada y colaboradora del Programa de Política de Drogas del CIDE, Sara Velázquez, explica que los cuerpos de seguridad siguen matando a más gente de la que hieren, pese a que su cometido debería ser buscar la detención y el proceso judicial de los presuntos criminales. Según el índice de letalidad —un cálculo entre los civiles heridos entre los ejecutados en enfrentamientos violentos con las fuerzas armadas— el balance sigue siendo desproporcionado.
La Guardia Nacional registró 1,9 de letalidad en 2021, eso quiere decir, casi dos muertos por cada civil herido. La Secretaría de la Defensa (Ejército), tenía todavía una tasa de tres a uno. Para dimensionar la problemática, en la guerra de Vietnam, hubo cuatro personas heridas por cada muerto y en 2020 el Ejército mexicano tuvo un índice similar. Los investigadores y expertos coinciden en que la estrategia contra el narco no ha cambiado tanto con cada Gobierno. “Lo que hicieron ahora es no publicar una lista de los más buscados. Creo que sigue siendo igual, y eso es lo que provoca los cambios en las relaciones de poder en los grupos”, agrega Velázquez. La cacería de los grandes líderes del narco, la decapitación de sus estructuras, provocó la atomización en más de un centenar de células que se han apoderado de cada rincón del país. El negocio ya no solo es el tráfico de drogas, sino cualquier actividad criminal. Como una multinacional, el narcotráfico mexicano se ha diversificado: robo de gasolina, secuestros, extorsión, tráfico de personas o robo de mercancías a camiones y trenes. Un panorama que se alimenta de una impunidad rampante, el 95% de delitos no se resuelve, según el último informe de México Evalúa con datos oficiales de las fiscalías.
La presencia del narco no es siempre violenta, advierte la coordinadora del Programa de Política de Drogas, Laura Atuesta. En el mapa criminal que ha configurado la posguerra de Calderón, se observan Estados con cifras de asesinatos bajísimas, en comparación con las que soporta el resto del país. Yucatán, que vende anuncios de la tierra prometida a los inversores inmobiliarios y al turismo que huye de los balazos de la Riviera Maya (Quintana Roo), también cuenta con presencia de grupos criminales. Sinaloa, cuna histórica del narcotráfico, no figura en la lista de los 10
SOBRE LA FIRMA
Elena Reina es redactora de la delegación de México de EL PAÍS desde 2014. En 2020 ganó el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo por la cobertura de la crisis migratoria en la frontera sur. Se ha especializado en temas de narcotráfico, migración y violencia de género.