La detención de Gerardo Treviño ‘El Huevo’ se publicita desde el Gobierno como un golpe al cartel, pero los expertos advierten del riesgo de que se desate más violencia en la región
Las historias de terror de los Zetas, el cartel mexicano más sanguinario, quienes espantaran al mundo con prácticas como disolver cuerpos en ácido, han resucitado estos días con la captura de uno de ellos. Juan Gerardo Treviño, alias El Huevo, fue detenido el domingo por el Gobierno federal para enviarlo de manera exprés a Estados Unidos, acusado de narcotráfico. El arresto del líder de la célula más importante de los fragmentados Zetas, el cartel del Noreste, desató —como suele suceder— una jornada de balas y fuego en Nuevo Laredo, bastión del grupo. Una demostración de que quienes siguen mandando en Tamaulipas, uno de los Estados más violentos del país, siguen siendo ellos, con o sin su líder. Y la captura desempolvó el viejo apellido, Treviño, que todavía aún en el norte causa escalofríos y recuerda a los tiempos más oscuros del narco en México.
El Huevo heredó una organización criminal ya pulverizada por la captura de los antiguos líderes de Los Zetas. Una campaña que emprendió con más fiereza el expresidente Felipe Calderón casi al término de su mandato (de 2006 a 2012) y que continuó Enrique Peña Nieto hasta encarcelar a dos de los más sanguinarios, Miguel Ángel Treviño (el Z40, detenido en 2013) y su hermano, Omar (el Z42, en prisión desde 2014). El terror de los que ordenaron y participaron en matanzas del calibre de San Fernando, con 72 migrantes asesinados en 2010; o Allende en 2011, un pueblo completo de Coahuila acribillado, torturado y disuelto en ácido, con víctimas que se cuentan por cientos, parecía haberse disipado con la encarcelación de sus líderes más sádicos y la muerte del principal, Heriberto Lazcano El Lazca, en 2013. Pero el apellido Treviño continuó con sus sobrinos. Juan Francisco El Kiko Treviño se hizo cargo del grupo criminal, pero las disputas internas acabaron por orillarlo a crear una célula propia: el cartel del Noreste. Y con la detención de El Kiko, quedaba El Huevo. El último Treviño a cargo del imperio criminal de la familia.
El Gobierno federal anunció a través de su canciller, Marcelo Ebrard, la captura de uno de los criminales más buscados. La llegó a calificar como “de las más importantes de la última década”. El mensaje iba dirigido al pueblo mexicano, aunque hacía años que pocos pensaban en Los Zetas como la amenaza que fueron, pero que desayuna cada día con una matanza más terrible que la anterior —colgados en Zacatecas, ciudades tomadas por el narco en Colima, minas antipersonas, un alcalde asesinado y un fusilamiento en Michoacán, la violencia desbocada entre los aficionados un partido de fútbol en Querétaro—. También tenía un importante destinatario: el secretario de Seguridad de Estados Unidos, Alejandro Mayorkas, de visita al día siguiente en el país. Para todos ellos los narcos también tenían algo que decir: camiones quemados bloqueando carreteras y balazos en el consulado de Estados Unidos en Nuevo Laredo sin que una autoridad lo impidiera.
Pese a que hay dos poderosas organizaciones que controlan el tráfico de drogas en todo el país, la de Sinaloa y la de Jalisco Nueva Generación, el cartel del Noreste supone el tercer grupo criminal más fuerte. Su presencia en territorios como Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Tabasco y Veracruz, los ha consolidado —de manera más silenciosa que los grandes— como uno de los principales cárteles del narco mexicano. Según explica el analista de seguridad, Eduardo Guerrero, “los del Noreste lograron aglutinar a gran parte de las células que se desprendieron de los antiguos Zetas”. Su carácter, como el de los fundadores, es imponer la fuerza, el terror, por encima de cualquier tipo de negociación o de línea roja. Y aunque, según la consultora de seguridad Lantia, han sufrido la persecución del Gobierno estatal, liderado por Francisco García de Vaca, “se mantienen robustos”.
El gobernador de Tamaulipas, ahora acusado de delincuencia organizada y lavado de dinero, llegó a ser reconocido por su estrategia de seguridad contra el narco en el Estado. Tras la fragmentación de Los Zetas, las células rivales se llevan matando años y la entidad se convirtió en un rincón sembrado de fosas comunes, ejecuciones a plena luz del día y se posicionó como el más peligroso del país. Guerrero explica cómo el Gobierno diseñó unas fuerzas estatales, entrenadas en Texas (Estados Unidos), que golpearon duramente a los cárteles hasta reducir la cifra de homicidios en la mitad. La guerra del narco se desplazó a otras zonas que en el último año se han convertido en el verdadero quebradero de cabeza del Gobierno federal: Guanajuato, Guerrero, Zacatecas, Colima, Jalisco, Baja California, Sonora y Michoacán.
El Huevo se peleaba las plazas del noreste, especialmente a través de su cuerpo de sicarios, La tropa del infierno, contra los que no reconocieron a los Treviño como herederos del cartel, Los Zetas Vieja Escuela y una decena de células que siguen imponiendo el terror en diferentes ciudades de Tamaulipas. Uno de los eventos más recientes fue la masacre de Reynosa: una matanza de civiles al azar, que acabó con la vida de al menos 14 personas a sangre fría en junio del año pasado.
Como demuestra la propia historia de Los Zetas, la captura del líder de una organización criminal no ha traído nunca en la historia de México paz. Tampoco el debilitamiento de la organización. Solo la idea de que si el Gobierno quiere, puede. Y ese mensaje, que debería darse por sentado, no sucede así dado el contexto de un país regado de cárteles armados hasta los dientes, campando a sus anchas y sembrando el terror en cada esquina. Guerrero explica convencido de que la captura de un solo líder —”ni siquiera de 10 o 20 jefes de plaza, solo uno”— no dinamitará la capacidad criminal del grupo: “Hemos observado otras veces que esto puede tener consecuencias contraproducentes, porque solo agarraron a un individuo. Se va a armar el forcejeo entre quienes quieran ese puesto y puede provocar una nueva ola de violencia en la región”, advierte.
La herencia de los Treviño en la dinámica criminal que vive México desde hace más de una década ha sido fundamental, especialmente en el carácter explosivo de cárteles poderosos como el de Jalisco Nueva Generación o el de los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, Los Chapitos. La creación de Los Zetas, a mediados de los noventa, supuso una ruptura en la manera de operar, de negociar, de traficar con ciertos códigos éticos, líneas rojas, compromisos, que los nuevos sicarios del noreste volaron —literalmente—por los aires. El antiguo Cartel del Golfo, el más antiguo del país, liderado por el capo de la vieja guardia, Osiel Cárdenas Guillén, diseñó un cuerpo de sicarios formado por desertores de élite del Ejército mexicano que importaron tácticas y disciplina que aumentaron su eficacia y peligrosidad. “Gente muy volátil, con agudo instinto de supervivencia, intuitivos y llenos de contradicciones. No son fieles a nada ni a nadie”, escribía la periodista Anabel Hernández en uno de sus libros más polémicos, Los señores del narco (Grijalbo, 2010).
Al frente de este grupo de asesinos estaba Heriberto Lazcano, cabo de infantería convertido en uno de los criminales más sanguinarios de la historia de México. Hasta 1995, cuentan los expertos, que la palabra, el respeto o el honor, eran valores todavía infranqueables incluso para los criminales. Los Zetas rompen con la tradición, sustituyen el respeto a la palabra, desacreditan los acuerdos y acaban con la confianza imponiendo brutales actos de violencia, amenaza e intimidación. “La única regla es la de la vendetta y el negocio por encima de todo. Así, en el caso de que un grupo le descuartice un lugarteniente a otro, la respuesta del agredido será no descuartizar a uno, sino a dos. De este modo, la violencia avanza en una impulsiva espiral hasta que casi se olvida la forma en que todo empezó. El respeto a la palabra, es un valor desconocido”, señalaba Hernández. Y esa espiral de violencia marca Zetas es la que enfrenta México estos días.
Elena Reina es redactora de la delegación de México de EL PAÍS desde 2014. En 2020 ganó el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo por la cobertura de la crisis migratoria en la frontera sur. Se ha especializado en temas de narcotráfico, migración y violencia de género.