El agresor ha sido sentenciado a 10 años de prisión por forzar a una de sus víctimas, pero los juicios pendientes por otros cinco casos y más testimonios delatan un ‘modus operandi’ con incontables agresiones.
Azul recuerda perfectamente el día en que la violaron. La fecha quedará siempre en su memoria no por la brutal agresión, ni por el trauma, ni por el miedo que se ha quedado a vivir en su cuerpo desde entonces, sino porque al día siguiente falleció su madre. “Estaba tan golpeada que no quería que me viera así y por eso no fui a visitarla ni pude despedirme de ella”, narra ahogada por el llanto. Al menos en su caso, los golpes no le dejaron marcas tatuadas en la cara para siempre, como a Alba. Ella fue agredida por el mismo hombre el 18 de marzo de 2021, cinco meses antes que Azul. Sabe que fue el mismo sujeto por la frase que le susurró a la nuca mientras sentía el cañón de una pistola apoyándose en su espalda: “Ya valiste madres”. Son las mismas palabras con las que amenazó a Valen ese mismo año. Esa frase también la usó con Mariajó cuando salió a trabajar un par de días antes de Navidad en 2020. Y nuevamente con Paulina y Yesenia. Todas lo reconocen como la misma persona: el violador serial que se hacía pasar por un cliente ante las trabajadoras sexuales de la Calzada de Tlalpan, al sur de Ciudad de México. Acordaba el precio del servicio con una sonrisa, las subía a su coche o al hotel, y allí las sometía sin condón, a golpes y con la ayuda de una pistola o una navaja. El pasado viernes fue condenado a 10 años de prisión por solo uno de los delitos, pero su forma de cazar y más testimonios revelan un “modus operandi” con incontables víctimas.
Alba supo que lo que le había pasado a ella lo habían vivido muchas de sus compañeras de la calle cuando volvió a trabajar en su esquina con las cicatrices de aquel día. Lo contó ante el grupo de mujeres que trabajan a pocos metros de ella. Varias reconocieron el relato, los detalles, esa frase y el miedo. También habían sido víctimas, pero muchas callaron. “¿Quién va a creer a una prostituta?”, se repetían. Optaron por volver a trabajar e intentar olvidarlo todo. Pero Alba no conseguía sacudirse la sensación de terror con cada nuevo cliente. “Mi hija es discapacitada y trabajo para darle lo que necesita, pero tenía miedo de que me viniera a buscar”, confiesa sujetando las fotos que le tomó la policía de sus heridas.
Le conoció en el cruce de la calle Unión Postal y la Calzada Tlalpan, una de las arterias principales de la Ciudad de México. Era el lugar perfecto para convertirlo en su coto de caza. Las mujeres que se dedican a la prostitución abundan por el sur de esta vía, hay varios hoteles baratos y callejones que gozan de una oscuridad cómplice para usar el asiento de atrás en caso de no conseguir una habitación. Allí trabajaba Alba. No le pareció sospechoso ante su ojo adiestrado por un gremio que evalúa al cliente antes de quedarse a solas —y extremadamente vulnerables— con él. Conversaron, rieron y se fueron al Hotel Diana. Al entrar a la habitación, le pidió que le pagara antes del servicio mientras se daba la vuelta para cerrar la puerta. El tacto del metal frío de la pistola en su piel fue el indicador de que todo se había torcido. “Instintivamente, le di un codazo y salté a la cama, pero él me agarró de la ropa y me tiró al suelo”, cuenta. Aturdida, fue arrastrada por la alfombra de la habitación y en el camino le golpeó fuertemente la cabeza contra el borde de la cama. Pese al shock, pudo darle una patada en los testículos cuando él se subió encima de ella y así escapar.
Tuvo que insistir para que los empleados llamaran a la policía. “¿Para qué se vienen con él?”, asegura que le dijeron. Esa fue la primera sospecha de que ella no era la primera. La policía le informó de que no podían ponerle la denuncia cuando les explicó la razón por la que estaba sola en la habitación con él. “Me fui de allí enfadada y llena de golpes, pero recordaba el número de placas”, dice. Gracias a ello, cuando lo compartió con sus compañeras de profesión, decidieron entre todas crear un grupo de WhatsApp para enviar las fotos que tenían de él, la descripción del coche, y avisarse entre ellas si le veían por la calzada.
“¡Ya lo atraparon!”
Fue gracias a un mensaje en ese chat que acudieron todas a la comisaría a finales de marzo de 2021. “¡Ya lo atraparon!”, celebraban varias mujeres. Fue un error, una casualidad, lo que le llevó a estar retenido por la policía. Sin darse cuenta, intentó repetir la agresión con una de sus antiguas víctimas, Azul. Ella todavía tenía fresca en la memoria su navaja, que le apuntaba amenazantemente el vientre mientras él la forzaba a hacerle sexo oral. Recordaba vívidamente cómo le estrelló la cabeza contra el volante cuando intentó bajarse de su coche. Los ruegos ahogados por lágrimas para que se compadeciera de ella cuando le exigió sexo anal. Las dos horas dando vueltas temiendo por su vida, el dinero que le robó de su bolso y cómo la policía le dijo que no podía denunciar porque era “puta”. Pero no recordaba su cara, ya que la primera vez, en plena pandemia, la tenía tapada por un cubrebocas y llevaba gorra.
Se dio cuenta de quién era cuando se subió a su coche por segunda vez, un año después de que la violara. Lo había pintado de otro color, pero seguía oliendo a Resistol, a drogas inhalantes. “Le reconocí los ojos. Estaban marcados, como si se los delineara con negro. Con una mirada penetrante, como un asesino, como peligroso”, recuerda. La empezó a tocar y la asaltó el recuerdo de su madre muriéndose de covid en el hospital y ella declinando la videollamada de despedida de la enfermera para que no le vieran la cara cubierta de moretones y sangre. “Ahí dije que no me iba a volver a pasar lo mismo. Forcejeamos y conseguí escaparme. Paré una patrulla y les dije que ese era el hombre que me había violado un año atrás”, relata.
Le llevaron al Ministerio Público de Benito Juárez. Entre el jaleo de mujeres que le reconocieron como su agresor y se amontonaron alrededor del edificio, una de las prostitutas más veteranas llamó a la abogada de la Brigada Callejera, una asociación civil que da apoyo a las trabajadoras sexuales. Arlen Palestina, especialista en derechos sexuales y reproductivos, está curtida en las vejaciones que sufren las mujeres que se dedican a la prostitución, al menosprecio de las autoridades y a la corrupción que es ley en la capital de México. No se sorprendió cuando le dijeron que lo iban a soltar por “haber pagado a los agentes”, según relata. Al entrar a la comisaría, asegura que vio cómo uno de los fiscales daba violentos golpes sobre la mesa en la que estaba una de las víctimas que quería denunciar a ese hombre por haberla agredido en el último año. “Él le gritaba:’ ¿Entonces te violó o no te violó? Cero perspectiva de género o humanidad”, se lamenta Palestina. Esta actitud de los oficiales le daba ánimos al detenido. Sonreía con tranquilidad y se reía de las mujeres que rugían de indignación y le acusaban, según el testimonio de la abogada.
Palestina espera que el resto de sentencias que le siguen a esta primera sean bajo el término “modus operandi”. Varios testimonios coinciden en los olores, la frase, el lugar de los hechos. Pero también las víctimas se parecen: corpulentas, de pelo oscuro, todas prostitutas. Si consigue demostrar que es un violador serial, buscaría una sentencia con la máxima condena: cadena perpetua. Un castigo que compensaría la indignación y el miedo de las víctimas por poder verle fuera en 10 años. Sin embargo, la abogada teme por el desarrollo de los juicios. De las víctimas que han aguantado los días enteros declarando, pasando por psicólogos y médicos forenses, buscando niñeras para sus hijos mientras ellas estaban con las autoridades, quedan pocas con ganas de seguir luchando por justicia en un país con un 95% de impunidad. Vale, por ejemplo, ha decidido huir del país por miedo y todavía no sabe cuándo será llamada a declarar. Aún cree que no obtendrá justicia. “La policía lo iba a dejar libre porque no había situación suficiente porque somos trabajadoras sexuales y la gente tiene derecho a maltratarnos y hacer lo que quiera con nosotras”, dice resignada.
Valen también estaba presente la noche que le detuvieron. Reconoció en seguida sus tatuajes. Mientras la violaba a ella, usó los espejos del hotel para memorizar las letras que tenía en los brazos. Una forma de evadirse de la situación. El recuerdo del sabor metálico de la pistola en la boca mientras le suplicara que parara porque la estaba lastimando sigue todavía acechándola.
Mariajó se sumó al grupo que acudió a la comisaria y que esperaba ansioso obtener justicia. Estaba aterrada. Aquel sujeto la había agredido el 23 de diciembre de 2020, un día que había salido a trabajar “con toda la actitud” para conseguir lo suficiente para los regalos navideños para sus hijos. Después de la violación, fue acosada por él. Le pedía que dejara de trabajar y fuera su pareja. “Ya no voy a trabajar por el miedo”, admite. Mariajó fue una de las seis mujeres que se quedaron para hacer la denuncia, el resto del grupo —Palestina calcula que había 20 mujeres que le acusaban de violación— se disolvió. No todas tenían los recursos económicos para estar sin trabajar todas las horas de espera para poner la denuncia. La agresión de Mariajó ha sido la primera por violación en obtener justicia, además de la de abuso a Azul, que solo consiguió siete años. El resto de los casos están atascados en el saturado entramado judicial.
Vía: El País